En el año 365/360 a.C. en Élide, ciudad situada en la parte nord-occidental del Peloponeso, al lado de la región de Acaya, nace Pirrón de Elis, filósofo considerado padre del escepticismo. Fue por aquel entonces, en la Antigua Grecia, cuando Pirrón de Elis y algunos de sus discípulos comenzaron ya a enmarcar el escepticismo filosófico como una actividad de pensamiento más que como una doctrina; es decir, ya por la época helenística se expresaba que el escepticismo no es una norma que obligue, sino más bien una capacidad de acción. Esta concepción sobre el escepticismo fue también plasmada por Sexto Empírico en su libro Hipotiposis Pirrónicas donde se expresaba: “la corriente escéptica es una facultad…”, no facultad en un sentido artificioso, sino, sencillamente, por cuanto es una capacidad. En otras palabras, el escepticismo sería utilizando una analogía médica la administración de una cura radical para purgar la vida humana de todo compromiso cognoscitivo, es decir, de toda creencia. Es por todo lo anteriormente mencionado por lo que la persona escéptica queda enmarcada y definida como una amante de la humanidad que quiere curar en lo posible la arrogancia y el atrevimiento de los dogmáticos, oponiéndose a todo lo que no está claro.
Dentro de la corriente escéptica, al igual que en casi cualquier ámbito filosófico, confluyen múltiples líneas de pensamiento entre las cuales existen discrepancias y divergencias. Sin embargo, aunque entre las diferentes escuelas escépticas existen desarmonías, a todas ellas tenemos que agradecerles poner en valor la duda, es decir, poner bajo razonamiento todo lo aceptado, incluso lo que parece indiscutible. Por tanto, debemos dar las gracias al escepticismo por hacer de la duda ante todo una actitud, un detenerse, un dejar de hacer para poder pensar, una interrupción de ese piloto automático del día a día y una sospecha sobre si lo que se está haciendo es lo correcto. Y es que, ha de reconocerse que el escepticismo nos hace existir, pues nos hace dudar y, a su vez, como diría René Descartes, la duda nos hace pensar y, si pensamos, tenemos la seguridad de que existimos.
Esta herramienta filosófica que hunde sus raíces en la duda debería acompañar a las personas en todo momento, pues su utilización puede ser de gran utilidad para una sociedad contemporánea que se encuentra expuesta de forma constante ante ingentes cantidades de informaciones falsas que causan desinformación y, en consecuencia, provocan ignorancia. Como dato que justifica la necesidad de emplear de forma constante esta herramienta conviene recordar que hoy en día la información falsa en Twitter es retuiteada por más personas y más rápidamente que la información verdadera o, también podemos aludir que Facebook estimó que hasta 60 millones de bots (cuentas automatizadas que se hacen pasar por humanos y pueden magnificar la difusión de noticias falsas) pueden estar infestando su plataforma. Es por todo ello por lo que la población para protegerse de estas informaciones falsas debería aplicar la duda ante todo lo que se le presenta, incluso en las situaciones más insospechadas y ante aquello que parece indubitable. Por ejemplo, un ecosistema propicio en el que aplicar el escepticismo es en el conocido “mundo del fitness”, donde por diversas cuestiones existe un amplio reservorio de informaciones falsas que se emiten al conjunto de la sociedad de forma masiva y constante. Así, en este sector podemos encontrar afirmaciones y/o interpretaciones muy discutibles y controvertidas, pero ampliamente aceptadas como pueden ser: “uno de los objetivos fundamentales del entrenamiento es mejorar la salud”.
Actualmente, muchas son la personas que recurren a un programa de entrenamiento para conseguir el objetivo de “mejorar la salud”. Sin embargo, hoy en día acceder a un determinado programa de ejercicio físico con el pretendido objetivo posee dos grandes dificultades. La primera de estas adversidades es que el simple hecho de hallar un programa de entrenamiento no suele ser tarea fácil pues, previo a la contratación de un programa de ejercitación física las personas se ven abocadas a elegir entre una amalgama inabarcable de entrenamientos con apellidos muy estrambóticos y complejos, entre los cuales podemos encontrar algunos como: entrenamiento terapéutico, entrenamiento clínico, entrenamiento salud, entrenamiento funcional, entrenamiento metabólico, entrenamiento neuromuscular, entrenamiento mitocondrial, etc. Por otra parte, el segundo de los inconvenientes radica precisamente en el establecimiento del propio objetivo de entrenamiento, y es que, los embaucadores no solo utilizan apellidos magnificentes para que sus entrenamientos parezcan más atractivos, sino que también dotan al entrenamiento de objetivos irreales como, por ejemplo, “mejorar la salud”. Por muy chocante y contradictoria que parezca esta afirmación anterior hay que decir lo siguiente de forma alta y clara: ningún entrenamiento se apellide como se apellide puede tener como objetivo “mejorar la salud”. Una cosa es que al concepto de entrenamiento se le otorguen apellidos y objetivos “megalofantásticos” para darle mejor vending y, consecuentemente, hacer pasar a un producto que ya existía Antes de Cristo por otro nuevo y novedoso y, otra cosa muy distinta que verdaderamente estas fantasías se conviertan en realidad.
La afirmación y/o interpretación “uno de los objetivos fundamentales del entrenamiento es mejorar la salud”, bastante aceptada a nivel social tanto por personas expertas como legas en las ciencias del entrenamiento, muestra graves errores de razonamiento cuando se examina bajo la lupa escéptica. Aunque esta reflexión parece coherente, argumentalmente no lo es, pues parte de axiomas o premisas erróneas e infundadas. De este modo, el entrenamiento nunca puede tener como objetivo “mejorar la salud”, pues sencillamente no lo puede hacer. Lo único que realmente puede hacer el entrenamiento es mejorar el rendimiento físico de las personas. Veamos un ejemplo que dé fe de ello.
Concíbase como ejemplo a una persona que padece sarcopenia (afección que se caracteriza por una pérdida de fuerza muscular) y quiere disminuir la sintomatología de su enfermedad para, aumentar su funcionalidad y, por ende, su calidad de vida. Para ello, esta persona decide visitar a su médico, quien le recomienda que realice un programa de entrenamiento. Ante la recomendación médica de realizar ejercicio físico, recurre a un Graduado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte para que le paute una programación de entrenamiento adaptada a sus circunstancias. El entrenamiento para esta persona debería tener el objetivo primordial de desarrollar la cualidad de la fuerza y, para cumplir con dicho objetivo, habría que realizar los siguientes pasos: 1) previo al inicio del programa de ejercicio físico debería realizársele un test de evaluación, por ejemplo, un “test de andar”. Imaginemos que tras aplicar dicho test se determina que el sujeto es capaz de andar una distancia máxima de 10 metros; 2) posterior a la primera prueba de evaluación, el siguiente procedimiento sería realizar un programa de entrenamiento donde mediante la implementación de una serie de ejercicios físicos el paciente consiga mejorar la cualidad de la fuerza; 3) por último, tras finalizar el programa de entrenamiento se debería volver a realizar otra prueba de evaluación mediante el mismo test anteriormente empleado, es decir, otro “test de andar”. Imaginemos que en este último test se observa que la persona puede andar 30 metros.
Con estos datos que nos ofrece la evaluación previa y posterior mediante el “test de andar” lo que podemos afirmar es que el sujeto ha incrementado su fuerza aplicada, es decir, se ha conseguido alcanzar el objetivo principal del entrenamiento. Evidentemente, aunque la aplicación de fuerza no se mide de forma directa, sabemos que el sujeto ha mejorado su fuerza aplicada porque ante una misma carga (su peso corporal) es capaz de andar un mayor número de metros y, si anda un mayor número de metros, es porque ha incrementado la carga absoluta que puede desplazar en el ejercicio de andar y ahora su peso corporal le supone una menor carga relativa.
Por tanto, el único objetivo que realmente puede conseguir el entrenamiento es el de mejorar el rendimiento físico (aumento de la fuerza). Ahora bien, otra cuestión muy discutible sería que como consecuencia de mejorar el rendimiento físico se produjese una mejoría de la salud. Empero, esta última afirmación seguiría siendo muy controvertida, pues desde un sentido estricto ni siquiera podría afirmarse que el entrenamiento, como consecuencia, mejora la salud. Realmente, lo único que podría ratificarse es que el objetivo del entrenamiento es mejorar el rendimiento físico y, en caso de conseguir llevar a buen puerto este objetivo, se produciría una mejora de la funcionalidad y, a su vez, un incremento de la calidad de vida. Según la OMS, la salud es “aquel estado de completo bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad”. Por su parte, la RAE establece la definición de salud como “un estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones”. Si atendemos a las definiciones anteriores podemos decir que la salud es una variable dicotómica, es decir, se posee o no se posee. Es por todo ello por lo que la salud no puede mejorarse, pues una variable dicotómica depende siempre a su vez de variables graduales que son las que sí pueden acumular grados de mejora. Es decir, para llegar a un estado de salud (si es que se puede llegar) lo que realmente habría que hacer es intentar mejorar la variables graduales que influyen en estas variables dicotómicas. Por ejemplo, el paciente anterior que padecía sarcopenia hemos visto que ha pasado de andar 10 metros a andar 30 metros. En este caso, no podemos decir que este paciente haya mejorado su salud, pues según la OMS la salud se consigue mediante “el completo bienestar físico, mental y social” y según la RAE “ejerciendo normalmente todas sus funciones”. Sin embargo, nuestro sujeto no posee “completo bienestar físico, mental y social” o “normal todas sus funciones”, pues sigue padeciendo sarcopenia. Lo que sí podemos decir es que el sujeto ha conseguido mediante el entrenamiento un aumento del rendimiento físico, el cual, como consecuencia, le ha supuesto una mejora de su funcionalidad (es capaz de andar más) y, por tanto, una mejora de su calidad de vida (andar más le otorga mayor independencia).
Por supuesto, una mala identificación de cuáles son los objetivos y cuáles son las consecuencias del entrenamiento puede parecer a priori inane, pero ello puede degenerar en una situación bastante problemática, pues evidentemente, confundir objetivo de entrenamiento con consecuencia de entrenamiento hace que el programa de ejercicio físico sea defectuoso en su totalidad, pues todo el programa de entrenamiento irá destinado a conseguir un fin que no es factible. Ni que decir tiene que ello implicaría que la persona que se somete al programa de entrenamiento estaría perdiendo su tiempo, un tiempo valioso para frenar el avance de su enfermedad, hecho que quizás no sea muy ético desde un punto de vista deontológico.
En conclusión, sabemos que hoy en día la duda está pasada de moda, porque entre otras muchas cuestiones nuestro sistema educativo mide la inteligencia basándose en el número de certezas que los alumnos tengan, cuando la inteligencia del alumno realmente debería medirse por la cantidad de incertidumbre que este es capaz de soportar. Además, el aprendizaje de la duda está en decadencia, pues en la mayoría de los casos lo poco que se enseña es una duda sesgada de forma brutal donde ya no se sigue aquello de: “siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas”. Está claro que hoy en día faltan agallas para enseñar al alumnado a dudar de lo que el profesor enseña, pues claro, hay que ser muy valiente para asumir que en cualquier momento tu enseñanza puede ser cuestionada; mejor no tener nunca a nadie en contra. Por último, también hay que decir que la duda no solo está pasada de moda en el sistema educativo, sino que en la sociedad en general no está bien vista ya que, por contraposición a la certeza que genera seguridad, la duda denota inseguridad. Todo en todo, una cosa sí que está clara: la certeza impide a las personas dudar y, si estas no tienen la oportunidad de dudar tampoco tienen la oportunidad de pensar y, por tanto, si las personas no piensan, no existen.
Este artículo fue publicado en la Revista Naukas el 12 de noviembre de 2020: https://naukas.com/2020/11/12/ningun-esceptico-pagaria-por-un-entrenamiento-para-mejorar-la-salud-pero-si-por-uno-para-aumentar-el-rendimiento-fisico/
Este artículo ha sido redactado por Miguel Ángel Puch Garduño, Graduado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte y Máster en Rendimiento Físico y Deportivo por la Facultad del Deporte en la Universidad Pablo de Olavide. Actualmente, ejerce como Colaborador-Honorario en el Departamento de Gimnasia Acrobática en la Universidad Pablo de Olavide y es coautor, junto a María José López Barrio, del Proyecto Educativo denominado “No Todo es Ciencia”, destinado a la divulgación científica en Ciencias de la Salud.
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